lunes, 14 de enero de 2008

LA RESULUCIÓN DEL EGO

Merece la pena reconocer que la ilusión de un yo o entidad separada crea una falsa identidad cuya tenacidad resulta difícil de vencer por diversas razones. Uno se enamora de este precioso «yo», que termina por convertirse en una obsesión y en el foco subjetivo de lenguaje y pensamiento. El EGO adquiere cierto glamour como el héroe o la heroína del propio drama o historia de la vida. En esto, el «yo» se convierte en el perpetrador, la víctima, la causa, el desti­natario responsable de toda culpa y alabanza, y en el actor principal del melodrama de la vida. Esto también requiere una defensa del yo y que su supervivencia se convierta en algo de suma importancia. Aquí se incluye la necesidad de tener «razón» a toda costa. La creen­cia en la realidad del yo termina siendo equivalente a la superviven­cia y a la continuidad de la existencia en sí.

Por tanto, para trascender la identificación con el yo hace falta desprenderse de todas las propensiones mentales expuestas arriba. Para esto, hay que estar dispuesto a «sacrificar» ante Dios, por amor y humildad, todos estos rasgos y hábitos mentales, y sólo se puede llegar a una humildad radical restringiendo los pensamientos y las opiniones a su validez verificable. Esto es lo que significa estar dis­puesto a desprenderse de todas las suposiciones del pensamiento. Si se insiste en ello, las vanidades desaparecen como verdades y pasan a verse como fundamento de errores. Con un último y glorioso estruendo, uno se da cuenta de que la mente no «sabe», no «cono­ce» nada en realidad. Si acaso, sólo conoce «acerca de», pero no puede conocer realmente porque conocer realmente significa ser eso que es conocido; por ejemplo, conocerlo todo acerca de Chi­na no le convierte a uno en chino.

Limitar la mente a lo que conoce de forma demostrable es reducirla en tamaño e influencia, de tal modo que pasa a ser la sir­viente de uno, en vez de su dueña. Se hace obvio que la mente trata en realidad con suposiciones, apariencias, acontecimientos perci­bidos, conclusiones no demostrables y actividades mentales, todos los cuales identifica erróneamente con la realidad; cuando esa rea­lidad, tal como la conceptualiza la mente, no existe.

La mente tiende a ser expansiva y se atribuye a sí misma pen­samientos y opiniones «meritorios». Pero, si se examinan con atención, uno se da cuenta de que no hay ninguna opinión que valga la pena. Son todo vanidades, y no tienen importancia ni mérito intrínseco. La mente de cada persona está cargada de opiniones interminables; y, si se ven tal como son, las opiniones no son más que actividades mentales. Sin embargo, lo más importante es que surgen del posicionamiento y lo refuerzan, aunque son estos posiciona­mientos los que traen sufrimientos incesantes. Para desprenderse de esas posiciones hay que silenciar las opiniones, y para silenciar las opiniones hay que desprenderse de los posicionamientos.

También decrece el valor de la memoria, al darse uno cuenta de que no sólo hace que la mente perciba erróneamente el presente sino también el pasado, dado que lo que uno está recor­dando es realmente el registro de ilusiones pasadas. Toda acción pasada se basó en la ilusión de lo que uno pensaba que sucedía en aquel momento. Hay una profunda sabiduría en el comenta­rio cargado de arrepentimiento de «Bueno, en aquel momento, parecía una buena idea».

Mediante la contemplación y la meditación, la creencia en un

"yo» imaginario como yo verdadero de uno decrece, en la medi­da en que uno se da cuenta de que todos los fenómenos suceden por si solos y no como consecuencia de un «yo» interior volitivo.

Los fenómenos de la vida no vienen causados por nada ni nadie. Al principio, puede resultar desconcertante darse cuenta de que todos los acontecimientos de la vida son interacciones impersonales y autónomas de todas las facetas de las condiciones imperantes de la naturaleza y el universo. Entre éstas, están las funciones corpora­les, las actividades mentales y el valor y la importancia que la mente da a los pensamientos y a los acontecimientos. Estas respuestas automáticas son las consecuencias impersonales de la programa­ción previa. Al escuchar los propios pensamientos, uno se da cuenta de que lo único que está escuchando es esa programación. En realidad, no hay ningún «yo» interior que esté causando esa corriente de consciencia. Y esto se puede descubrir mediante el sim­ple ejercicio de exigir que la mente deje de pensar. Parece que la mente ignora completamente los deseos de uno, y sigue haciendo lo que hace porque no actúa en función de una decisión volun­taria. Con frecuencia, de hecho, hace exactamente todo lo contrario de lo que uno desea.

Un aspecto básico de la continuidad del EGO y de su capacidad para dominar es el de afirmar la autoría de toda experiencia subjetiva. El «yo pienso» o «yo creo» es sumamente rápido interpo­niéndose como causa supuesta de todos los aspectos de la vida de uno. Esto es difícil de detectar, salvo mediante una concentración intensa de la atención, durante la meditación, sobre el origen de la corriente de pensamientos.

El lapso de tiempo que transcurre entre una ocurrencia senti­da internamente y la reivindicación del ego de su autoría es de alre­dedor de l/l.000 de segundo. En el momento que se descubre este intervalo, el EGO pierde su dominio. Se hace obvio que uno no es más que testigo de los fenómenos, y no la causa de ellos o el que los realiza. Entonces, el yo se convierte en lo que es observado, más que identificarse con él como el que observa o experimenta.

Es interesante esta capacidad y esta función de rastreo. El EGO se interpone ciertamente entre la realidad y la mente. Su función es como la de un monitor de grabación de un equipo de alta fide­lidad. El monitor de grabación vuelve a poner el programa que acaba de ser grabado una fracción de segundo antes de su repo­sición. Por tanto, lo que la persona experimenta en su vida coti­diana es una reposición casi instantánea de lo que el EGO acaba de grabar. En este lapso instantáneo, edita de inmediato el material entrante en función de su programación previa. Así, la distorsión se genera de forma automática.

Esta pantalla oscurece la realidad y la oculta a la conciencia. Una de las primeras cosas que se notan cuando se trasciende el EGO es la enorme transformación de la vida en una intensa sensa­ción de estar vivo. Uno consigue experimentar la realidad antes de que fuera distorsionada, apagada y corregida con las suposicio­nes. El impacto, la primera vez que se experimenta la vida cuan­do se presenta como realmente es, es abrumador. Unos instantes antes de que desaparezca la ilusión del falso yo, hay, en los segun­dos restantes, un asomo de Realidad como nunca se hubiera podido imaginar. El hundimiento del aparato perceptivo del ego revela un esplendor asombroso. En esa fracción de segundo, se puede sentir también una verdadera muerte, cuando los remanentes de la estructura del EGO expiran junto con la creencia de que sólo él era real.

En resumen, se puede decir que el EGO es una recopilación de posicionamientos que se mantienen juntos gracias a la vanidad y el miedo, y que se desmontan en virtud de una humildad radical que socava su propagación.

Otro de los soportes del ego es la creencia de que es nuestra fuente de comprensión y supervivencia, y lo consideramos una fuente de información acerca de nosotros mismos y del mundo. Lo vemos como nuestro interfaz con el mundo; mecanismo que, al igual que una pantalla de televisor, nos trae el mundo y sus significados, y tememos sentimos perdidos sin él.

A lo largo de la vida, el ego-yo ha sido el centro de los esfuerzos de uno; de ahí que la inversión emocional en él haya sido enorme. El EGO es tanto la fuente como el objeto del esfuerzo, y está fuertemente imbuido de sentimentalismo, así como de toda una gama de sentimientos, fracasos, logros y pérdidas, victorias y tragedias. Uno se obsesiona y se enamora de esta entidad, de sus papeles y sus vicisitudes. La inversión en este “yo” ha sido tan grande que le hace parecer demasiado valioso como para soltarlo. Nos anclamos a él por tantos años de íntima familiaridad (tantas esperanzas, tantas expectativas y tantos sueños). Uno se aferra a este "yo”, que se cree que es crucial para experimentar la vida en sí.

Además de la enorme inversión de toda una vida en lo que creemos es nuestro yo, también aparece el espectro de la muerte en el horizonte del futuro. La espantosa idea de que este «yo» está destinado a llegar a su fin resulta estremecedora. La perspectiva de la muerte como fin del «yo» parece injusta extravagante, irreal y trágica. Hace que uno se sienta disgustado y asustado. Toda la pompa de emociones que se han vivido como consecuencia de estar vivo tiene que ser puesta en juego de nuevo, pero esta vez acerca de la muerte en sí.

La renuncia del ego como foco central de uno supone el aban­dono de todas estas capas de apegos y vanidades; y, con el tiempo, uno se enfrenta con la función primaria del ego: la de un control que' asegure la continuidad y la supervivencia. De ahí que el ego se aferre a todas sus facultades, porque su objetivo básico, para asegurar su supervivencia, es la «razón» que hay tras su obsesión por las ganancias, el aprendizaje, las alianzas y la acumulación de posesiones, datos y habilidades. El ego dispone de innumerables artimañas para posibilitar su supervivencia, unas vastas, otras obvias, otras sutiles y ocultas.

Para la persona media, todo lo dicho anteriormente resulta abrumador, además de una mala noticia. Sin embargo, para aque­llos que se encuentran en un avanzado estado espiritual se trata de

una liberación. De hecho, el ego-yo no tiene por qué morir en

modo alguno; la vida no llega a su fin; la existencia no cesa; y nin­gún destino horrible ni trágico espera en modo alguno al término de la vida. Al igual que el ego en sí, toda esta historia es imaginaria. Uno ni siquiera tiene que destruir el EGO, ni trabajar sobre él. Lo único que hay que conseguir es ¡dejar de identificarse con el ego como verdadero yo de uno!

Renunciando a esta identificación, uno sigue caminando y ha­blando, comiendo y riendo, y la única diferencia es que, al igual

que el cuerpo, el yo se convierte en «eso» en vez de «yo» o «esto».

Todo lo que se necesita, así pues, es abandonar la propiedad, la autoría y el espejismo de este yo inventado o creado y darse cuen­ta de que no es más que un error. Y es obvio que se trata de un error natural e inevitable, pues todos lo hacen, y sólo unos pocos descu­bren el error y están dispuestos o son capaces de corregirlo.

La probabilidad de corregir este error de identificación es una transformación que, ciertamente, no se puede hacer sin la

ayuda de Dios. Parece hacer falta mucho coraje y resolución para renunciar a lo que parece el verdadero núcleo de la existencia de uno. Al principio, la perspectiva se nos antoja formidable y genera un gran temor a la pérdida. Aparece el miedo a «Ya no seré yo». Se tiene miedo a perder la seguridad que proporciona aquello que nos resulta familiar. Lo familiar significa bienestar, y aparece la idea subyacente de «El "yo" es realmente todo lo que tengo». Renunciar a este «yo» familiar evoca un miedo al vacío, a la no existencia o a una terrible «nada».

Para facilitar la transición de la identificación del yo al Yo, con­viene saber que lo menor es reemplazado por lo mayor y, así, no es posible sentir pérdida alguna. La comodidad y la seguridad pro­piciadas por aferrarse a la identificación con el pequeño yo son minúsculas comparadas con el descubrimiento del verdadero Yo, pues el Yo está mucho más cerca de la sensación de «mí». El Yo es como «Mí», en lugar de sólo «mí». El pequeño yo tenía todo tipo

de defectos, miedos y sufrimientos, y el Yo real está más allá de todo eso. El pequeño yo tenía que llevar la carga del miedo a la muerte, mientras que el Yo real es inmortal y está más allá del tiempo y del espacio. Con la transición, la gratificación es completa y total. El alivio que proporciona el ver que toda una vida de miedos carecía de fundamento y era imaginaria es tan enorme que, durante un tiem­po, resulta difícil incluso funcionar en el mundo. Con el indulto de la sentencia de muerte, el maravilloso don de la Vida surge ahora con todo su esplendor, sin los nubarrones de la ansiedad ni de la presión del tiempo.

Con el cese del tiempo, se abren las puertas a una eternidad gozosa; el amor de Dios se convierte en la Realidad de la Presencia. El Conocimiento de la Verdad de toda Vida y Existencia se eleva con una imponente autorrevelación. La maravilla de Dios es tan omnipresente y tan enorme que sobrepasa toda imaginación. Estar al fin en casa, verdaderamente en casa, es algo profundo, completo, total.

La idea de que el hombre tenga temor a Dios resulta enton­ces tan ridícula que parece una trágica demencia. En realidad, eso que es la verdadera esencia del amor disuelve todo temor para siempre. También parece una comedia divina la absurda ignorancia de la humanidad y, al mismo tiempo, se ven como inútiles e innecesarias las luchas ciegas y los sufrimientos. El Amor Divino es infinitamente compasivo, y resulta difícil de entender que la gente crea en un Dios que se disgusta y se enfada con las limitaciones de las personas. El mundo ciego del EGO es una pesadilla interminable; incluso sus aparentes dones son evanescentes y huecos. El verdadero destino del hombre es darse cuenta de la verdad de la divinidad del origen y creador de uno, que está siempre pre­sente dentro de lo que ha sido creado y es el creador: el Yo.

Contentarse con vivir dentro de los confines del ego constituye el patético precio que hay que pagar por las raquíticas migajas que el EGO devuelve a cambio de sumisión y sometimiento a él. Sus pequeñas ventajas y placeres son lastimosos, fugaces y pasajeros.

Otra razón de la tenacidad del EGO es su temor a Dios. Este temor, se ve potenciado por la desinformación imperante acerca de la naturaleza de Dios, sobre quien, en este proceso de personificación, se han proyectado todo tipo de defectos antropomórficos que distorsionan la imaginación del hombre respecto a la naturaleza de la deidad. Al igual que una gigantesca lámina de Rorschach, las fan­tasías del hombre acerca de Dios se convierten, como bien dijo Freud, en el vertedero de todos sus temores y espejismos. El problema de Freud estribaba en que, a pesar de tener razón al afirmar que no existe tal dios falso, no sospechaba que, por el contrario, si que existe un Dios verdadero (lo cual da cuenta del nivel de Freud calibrado en 499). CarlJung, uno de los psicoana­listas contemporáneos de Freud, fue más allá que éste y proclamó la verdad del espíritu humano y la validez de los valores espiritua­les. (De ahí que Jung estuviera calibrado en 540). En estas obser­vaciones, vemos con claridad la demarcación y los límites de la razón, el intelecto y la racionalidad.

Para comprender la naturaleza de Dios, no hay más que co­nocer la naturaleza del amor mismo. Conocer de verdad el amor es conocer y comprender a Dios; y conocer a Dios es comprender el amor.

El último estadio en la conciencia y el conocimiento en la pre­sencia de Dios es la Paz, una paz que supone preservación y segu­ridad infinitas en una infinita protección. Ni siquiera es posible el sufrimiento. No hay pasado que lamentar ni futuro que temer, porque todo es conocido y siempre presente, y toda posible incer­tidumbre o miedo a lo desconocido se disuelve para siempre. La garantía de supervivencia es absoluta; no hay nubes en el hori­zonte, ni hay cosas como un futuro o un instante posterior que puedan ocultar un infortunio inminente. La vida es un «hoy" per­manente.

El estado de Realidad excluye cualquier causa, no hay en él ninguna relación posible entre un sujeto y un objeto. Así, no hay nombres, ni pronombres, ni adjetivos, ni verbos, ni «otro»; y, de

hecho, ni siquiera es posible relación alguna en la Realidad. No es posible ni la ganancia ni la pérdida. El Yo es ya «Todo lo que

es», y nada está incompleto. No hay nada que necesite ser cono­cido, y no queda ninguna pregunta. Todos los objetivos se han

alcanzado por completo y todos los deseos han quedado satisfe­chos. El Yo no tiene deseos, y está libre de necesidades y anhelos. Lo tiene ya todo gracias al hecho de que lo es todo. Ser «Todo lo que es» excluye toda posible carencia, y no hay nada que hacer.

No hay pensamientos que pensar. No hay mente con la cual preocuparse. El Yo-Dios-Atman no tiene necesidades. No se siente complacido ni decepcionado. No tiene sentimientos ni emociones, no tiene creencias ni actitudes. La existencia del Yo no supo­ne esfuerzo alguno. Aquello que es la verdadera fuente de toda existencia es por siempre libre e incondicional. El resplandecien­te poder de Dios es luminoso en sí mismo, a la luz de la misma consciencia, la cual no tiene necesidad de cuerpo, ni de materia o forma. Aquello que no tiene forma es el sustrato de la forma. El Yo no es crítico, es imparcial, totalmente accesible, presente y aceptador.

Rendir el yo ante el Yo es algo completamente seguro. El amor Incondicional del Yo por el yo es su garantía de misericordia. La emanación del Yo al yo es competencia del Espíritu Santo, que es el vínculo entre el espíritu y el EGO. A través de la oración, pedi­mos, permitimos y elegimos, por medio del libre albedrío, que el Espíritu Santo sea nuestro guía; y, por la gracia de Dios, la trans­formación hasta la iluminación se hará posible.

Se dice que la resolución del EGO se ve dificultada por su resistencia al cambio. El EGO no quiere cambiar ni que le cambien, a pesar de sus sufrimientos, sus miedos y sus lamentables desdichas. Se aferra a tener «razón» a toda costa, y acuna y guarda celosamente sus queridas creencias. De hecho, no es un enemigo al que haya que vencer, sino un paciente que necesita cura, En realidad, no está enfermo, y sufre de delirios que son intrínsecos a su

estructura. Para volver a la cordura sólo hace falta estar dispuesto a ser humilde. La Verdad se revela por sí misma; no es algo que haya que alcanzar o adquirir, sino que se irradia por voluntad pro­pia, La paz de Dios es profunda y absoluta. Su presencia es exquisitamente suave y absoluta. Nada queda sin ser alcanzado o sanado.

Tal es la naturaleza y la calidad del Amor. El Yo es el cumplimiento en la manifestación del Creador como existencia misma. Nada existe fuera del amor de Dios.

La historia de la Verdad se ha contado muchas veces a lo largo de todas las épocas, pero conviene contarla de nuevo. En el espacio vacío que se crea cuando el ego se da cuenta de que no sabe nada, el amor de Dios fluye repentinamente como una presa a la que se le hubieran abierto las compuertas. Es como si la Divinidad

hubiera estado esperando todos esos milenios para este momen­to cumbre. En un instante de sereno éxtasis, uno se encuentra al fin en casa. Lo Real es tan abrumadoramente presente, tan obvio y totalmente presente, que resulta difícil pensar que fuera posible creer en cualquier otro tipo de «realidad». Es como un extraño olvido, como la historia del dios hindú que quiso ser una vaca y después olvidó lo que había hecho, y tuvo que ser rescatado por otro de los dioses.

A veces, el EGO se identifica erróneamente y de forma más espe­cífica con la personalidad. Piensa, «Yo soy tal y tal persona». Y dice, «Bien, eso es lo que soy». A partir de esta ilusión, aparece el miedo a perder la propia personalidad si se renuncia al él. Se teme a la muerte de «lo que soy».

A través de la observación interna se puede ver que la perso­nalidad es un sistema de respuestas aprendidas, y que la persona no es el «yo» verdadero. El «yo» verdadero se halla por detrás y más allá de ella. Uno es el testigo de esa personalidad, y no hay razón alguna para que uno tenga que identificarse con ella. Con la apa­rición del Yo real como verdadero «yo», la personalidad, después de cierta demora de ajuste, sigue interactuando con el mundo, que no parece percibir la diferencia. La personalidad persiste hasta convertirse en una especie de entretenimiento, frecuentemente cómico, y, como el cuerpo, se convierte en una especie de novedad. En lugar de un «mí», la persona se ha convertido en un «eso» que funciona con su propio generador, por decirlo de alguna mane­ra. Tiene sus hábitos, sus maneras, sus gustos y aversiones, pero éstos carecen ya de verdadera importancia y no tienen conse­cuencias en cuanto a felicidad o desdicha. Del mismo modo, una apariencia persistente de emociones humanas ordinarias parece ir y venir, pero no tiene influencia ni poder alguno, porque las emociones ya no se identifican ni se sienten como «mías».

La gente en el mundo parece esperar determinadas respuestas, y se molesta si éstas no se dan; de modo que, por amor, se les per­mite aparecer, aunque en realidad son superficiales y no tienen importancia real. Con la renuncia a identificar el Yo con el EGO, no resulta fácil ni natural involucrarse en los detalles del mundo que requieren un procesamiento lineal. El enfoque parece hallarse ahora en la esencia más que en los detalles de forma, que requieren de una energía extra en su manejo. Esto se debe en parte al he­cho de que las frecuencias electroencefalográficas del cerebro que acompañan a los estados elevados de consciencia o a la iluminación están constituidas por ondas Theta (de 4 a 7 ciclos por segundo). Estas son más lentas que las ondas Alfa (de 8 a 13 ciclos por segun­do), que tienen lugar durante la meditación. En cambio, la mente ordinaria que es una experiencia del EGO, se halla predominante­mente en los más de 13 ciclos por segundo de las ondas Beta.

El mundo parece prestarle una atención desmesurada a lo irrelevante, y es necesario recordar que la gente considera todo esto como importante, significativo o, incluso, merecedor de dar la vida por ello. Por respeto a los sentimientos de los demás, resulta tranquilizadora cierta aproximación a las respuestas sociales habituales, o de lo contrario la gente puede sentirse rechazada o no sentirse querida.

Por ejemplo, las personas se sienten felices o tristes ante lo que perciben como una ganancia o una pérdida. En realidad, ni una cosa ni otra está teniendo lugar, pero es obvio que el indivi­duo lo experimenta como algo real. Mientras tanto, la simpatía se ve reemplazada por la compasión y la conciencia, antes que por una emotividad acorde con la situación.

Lo que las personas del mundo quieren en realidad es reco­nocer lo que son verdaderamente en el nivel supremo, ver que el mismo Yo irradia dentro de cada uno, sana sus sentimientos de separación y trae un sentimiento de paz. Traer la paz y la alegría a los demás es el don de la benevolencia de la Presencia.

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